NOCHE DE "CHOCHALES"
Calígula por Tomaz Pandur
Las Barbacoas,
no son los piratas malvados y de patas de palo de las historietas de
televisión. Tampoco es lo que define la Real Academia Española de la Lengua
como una “Parrilla usada
para asar al aire libre carne o pescado”. Las Barbacoas, es una calle de
Medellín que pasó de estar sumergida en la discordancia cromática ambigua del
gris a ser tan colorida, tan arcoíris, tan “chochal”, tan gay.
Mi historia con la calle y sus
aproximadamente 14 bares, no empezó hace 28 años cuando abrieron el primer
local llamado “El machete”. Comenzó una
tarde de un sábado 23 de febrero. Muy exhortado, me dispuse a salir para disfrutar
de una noche acusada de mucho voltaje. Sin saber que mi destino final iba a ser
los famosos “chochales”. Pues bien, un “chochal”
en el parlache de la ciudad, es definido como
“un bar o una discoteca de mala categoría[1]”.
Yo era el número cinco de los
amigos que buscábamos un taxi con recelo en el Éxito de Bello. Después de no
más de tres intentos conseguimos quien nos llevara. Sin acotaciones nos “desacomodamos”
en el carro y el conductor preguntó muy amablemente: Hacia dónde los llevo.
Nadie quiso responder. Después de unos latosos segundos de silencio se escuchó
una voz atenuada y medrosa: al centro, por favor.
Después de 20 minutos de viaje nos
bajamos cerca de la calle 57 del centro de la ciudad. Y sin mucho que ostentar,
de lejos se apreciaba un hueco infestado de personas y lugares vomitando música.
Interrumpida por casas en su mayor elevación.
Como si fuésemos los más
conocedores del lugar caminamos demostrando mucha rigidez en nuestros movimientos.
Se veía en la calle grafittis pintados en las entradas de los bares. Murales
que matizaban una realidad con 7 colores. Una noche brillante, azotada por
luces de neón que caminaban sin rumbo fijo. Un centenar de miradas con deseos
de soñar y fumarse la respiración de cada pene, o de cada vagina. Dependiendo
de los gustos de cada uno, que en su mayoría no eran muy diferentes a su mismo sexo.
Bocas que comían y arrojaban gente,
entradas pequeñas con tiquetes de mil, dos mil y tres mil pesos que hacían las
veces de boletas al éxtasis. A la sumersión a una dimensión sabatina. A un
rincón llamado por algunos religiosos “la reencarnación de Sodoma” o hasta “el
infierno visitado por futuros condenados en las purificadoras llamas. Pequeñas
puertas con nombres coloridos y habituales. “Azúcar”, “La Fonda de Luna”,
“Noches Alteradas”, “El Machete”. Y así una lista de sustantivos, diferentes,
donde cada sitio era una aventura.
Siendo las 10 y unos cuantos
minutos más, decidimos entrar a “Azúcar”. En el ingreso un hombre con aspecto
femenino, aunque sin perder su físico masculino, nos solicitó el “cover” de 2
mil pesos y se aseguró con unas mansas caricias por nuestro cuerpo que no entráramos
ningún licor.
El lugar era un cubo, un cubo de
azúcar de cuatro paredes. Una pista de baile. Una barra para servir. Y unas 20
mesas rodeadas de cervezas y copas, copas con gotas de sudor, de agua y de
recuerdos. Dos o tres ventiladores que
volaban con un viento dudoso que era debilitado por el calor exagerado e
incontables personas fundiéndose durante la noche.
Fue una odisea encontrar mesa y
ubicarnos. Un litro de aguardiente sin azúcar por favor. Dos minutos, tres y
llega a la mesa el reconocido licor antioqueño en su nueva presentación.
Andrés, que estaba sentado a mi derecha hace un comentario suelto donde aprueba
la nueva presentación y dice que es muy acorde al lugar, pues es una caja “alargada,
gruesa y algo ovalada. Muy firme y lo mejor bota liquido por un huequito”. Y así termina su apreciación comparando el
empaque del licor, con un falo.
Más comentarios sueltos. Un
brindis, otro más. Un ¡no muy rápido… ahora!
Retiro mi mirada de la mesa, acerco
mis pensamientos a la pista de baile, y me encuentro con un paisaje sin sol. Un
paisaje con luces, de todos los colores, de todos los matices. De las obligaban
cerrar los ojos. De las que hacían ver a las personas en cámara lenta. La pista
de baile parecía un 7 de diciembre con sus juegos pirotécnicos. Eran muchas
luces. Luces que buscaban e impregnaban las partes más nobles y las manos
felices y gloriosas por tener a alguien danzando y rompiendo la ley de la
gravedad. Era un paisaje bañado de semidioses
imperfectos.
Hombres que bailaban con hombres y mujeres que se
acicalaban entre sí para manifestar pasión o simplemente una aventura nocturna.
En un espacio reducido unas 12 parejas entre ellas unas 3 ó 4 eran diferentes y
se veían muy heterosexuales. El resto dos mujeres abrazadas moviendo su cuerpo,
dos hombres y así hasta terminar de contar. Un reggaeton hacía que dos varones, no muy sensatos,
movieran su cuerpo con el mayor descontrol posible y la escenografía de una
película porno, pero con ropa.
Después sonó un vallenato de antaño y dos damas, una
señora delgada y una joven que parecía su nieta, se besaban y se movían
suavemente simulando quererse como si fueran una las dos. Un par de hombres se gritaban a los
ojos con avidez y se sulfuraban al querer concebir el orgasmo de la penetración
o del sexo oral. Y así cada pareja salía de cuando en cuando y movían sus
cuerpos sin normas, sin tapujos y sin miedo al qué dirán.
El calor ya hacía que el lugar me atragantará. Me
inundara de sudor hasta mi sistema nervioso, hasta mi hígado y mis riñones.
Salí a tomar un viento gratificante. La calle más llena de lo que estaba antes.
Se veía gente pasar y venir, venir y pasar. Las 12 y media y de lejos se veían
cuatro mujeres. Ellas eran las reinas de la calle y desfilaban sus cuerpos
rojos y negros, sus trajes embozados en lentejuelas. Sus siliconas y sus culos
postizos. Eran la atracción y todos los hombres las miraban. Unos para reír y
otros para imaginarse la más retorcida andanza sexual. Las mujeres sonreían y
caminaban muy regias. Sin embargo, su único problema estaba en la mitad de sus
piernas.
De nuevo, entré al cubo de azúcar
que poco a poco se derretía. A la boca de Sodoma. Al lugar donde para entrar
había que desnudarse de prejuicios y dejarlos afuera. Una de la mañana, dos,
dos y cuarto. Otro litro. Hagan vaca, dicen mis amigos, recogen el dinero
suficiente y nos asientan otro alucinador en la mesa.
Siguen
los merengues, los porros, las cumbias y una que otra mezcla de electrónica, un
“chis pun” y un Antonio Banderas cantando “soy un hombre muy honrado que me
gusta lo mejor, las mujeres no me faltan, ni el dinero, ni el amor”. Y
otra vez el “chispun” y un Dj feliz. Con
unos 48 años a bordo, mezclaba de nuevo la letra de “la balada del pistolero”
con sonidos y mezclas mecánicas: “ay ay ay, ay ay ay amor, ay mi morena de
mi corazón”.
El jadeo y el agotamiento se
apoderaban de mí. Eran ya casi las 3 y media y ya era ineludible salir de Las
Barbacoas a un lugar poco atronador. En la calle se veían caras desgastadas. Un
par de taxis esperando a dos amantes o tres, con destino a cualquier cama de la
ciudad con sabanas blancas, preservativos y jabones pequeños. La calle estaba
bañada con novios enamorados y con amigos a gusto de otra semana más de rumba. Y
el fin, el fin de un sábado que era mas bien un domingo oscuro con más habitantes
de la calle que individuos con ganas de seguir bailando y bebiendo.
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